El hombre que menstruó
Despierto
exaltada de nuevo, resultado de la misma pesadilla que he tenido los últimos
cuatro días. Me quedo acostada, viendo hacia el techo por unos segundos que me
parecen eternos. Volteo a mi derecha, el reloj digital marca las dos de la
madrugada; estoy sudando frío, toco mi frente para secarme un poco y disponerme
a dormir. Ya sufrí la pesadilla ésta noche, supongo que no se presentará de
nuevo; al menos no hoy.
La
alarma me despierta a las siete de la mañana. Me asomo por la ventana y el día
promete ser caluroso. Bajo a la cocina y mi amiga Cecilia ya está desayunando.
Le doy los buenos días con una sonrisa, me sirvo un poco de leche y me siento
en una silla junto a ella.
—Tuve el mismo sueño —le digo
seriamente.
—¿Exactamente el mismo? —me
pregunta, mientras aleja lentamente el pan de su boca.
—Exactamente el mismo —le
respondo sin verla a los ojos.
—Talvez tu cerebro quiere recordarte algo que
viviste; que pasó cuando eras pequeña y no lo recuerdas —me
comenta.
—No lo sé —le respondo sin ánimos.
—Tengo un amigo psicólogo que practica la
hipnosis en sus pacientes que han sufrido traumas. Podría conseguirte una cita
con él —me
dice, viéndome a los ojos y poniendo su mano sobre la mía; suplicándome con la
mirada.
—Está bien —le contesto con una media sonrisa que parece
tranquilizarla.
La
noche llega de nuevo; debo ir a dormir. Me acuesto en la cama, cierro los ojos
e intento no pensar, dejar mi mente en blanco. Cuando estoy logrando conciliar
el sueño, se abre la puerta de mi cuarto con un rechinido, deja entrar el rayo
de luz de la lámpara del pasillo y Cecilia asoma la cabeza a mi habitación.
—La cita es a las ocho de la mañana; yo te
llevo —me
dice mi amiga casi susurrando.
—Estaré lista a las cinco—le digo
sonriéndole más dormida que despierta. Ella me sonríe de vuelta y cierra la
puerta de la habitación.
Me
vuelve a despertar la misma pesadilla. Aún me retumba en los oídos los gritos
de aquel hombre: “¿Que me pasa? ¡Ayúdame!
¡Duele!”. Me quedo tumbada en la cama, recordando cada detalle, sin poder
sacarlo de mi cabeza. Cuando recobro la paz mental, observo a mi derecha y el
reloj marca las dos en punto de nuevo. Respiro lenta y profundamente; trato de
relajarme y lo logro pasado unos cuantos minutos. Cierro los ojos y me quedo
dormida.
Cecilia
me despierta a las siete. Abro los ojos, me levanto y me dirijo al baño a
ducharme.
—¡Apúrate! —grita mi amiga.
Cecilia
y yo salimos de la casa y nos subimos al auto. Casi no hablamos en el trayecto
de la casa a la oficina de su amigo. Ambas estamos cansadas.
—Diez minutos antes, perfecto —me dice
mi amiga al estacionarnos frente a una casa blanca y hermosa.
Entramos
a la sala de espera, que está conformada por tres sofás de cuero, una mesa de
centro, una cafetera, dos macetas gigantes con palmeras enanas, un escritorio y
una joven detrás de él; a su espalda un gran ventanal que deja entrar más luz
de la necesaria.
—Buenos días, ¿tienen cita? —pregunta
amablemente.
—Sí, —contesta Cecilia —es a nombre de Julia.
—Por supuesto, tengo registro. Llegaron solo
unos minutos antes, el doctor tiene paciente, pero en cinco minutos termina.
Pueden tomar asiento y café mientras esperan —nos respondió la señorita.
Yo
me siento en el sofá que queda de frente a la secretaria, pero Cecilia le toma
la palabra y se sirve un poco de café. Después, se sienta junto a mí a sorber
su bebida caliente mientras observo el interior del edificio con cautela.
A
los minutos, se abre la puerta del consultorio y sale un hombre blanco, calvo,
seguido del doctor barbón y viejo, se estrechan las manos y el paciente sale de
la recepción echándonos una mirada fugaz. El doctor ve por unos segundos a
Cecilia, luego vuelve sus ojos a mí.
—Julia, puedes pasar ahora —me dice,
mientras se voltea y entra a su oficina.
Miro
a Cecilia y me levanto. Me dirijo hacia la entrada de la oficina y miro de
nuevo a mi amiga. Logro distinguir en sus labios un “buena suerte”, me giro y entro.
El
doctor está sentado en un sillón azul que parece ser muy cómodo. Cuando voltea
a verme me sonríe amigablemente.
—¿Te importaría cerrar la puerta? —me dice
en tono amable.
No
respondo, solo lo hago.
—Puedes sentarte donde quieras, éste sillón
gira —me
dice, mientras se ayuda con los pies para dar impulso y girar sobre la silla un
poco.
—Gracias —le respondo algo distraída. Me siento al centro
de un sofá de tres plazas.
—Mi nombre es Jacobo, soy psicólogo —hace una
pausa y espera callado.
—Amm… Soy
Julia, soy estudiante de derecho. Estoy de vacaciones —le
respondo seriamente.
—Perfecto Julia. Cecilia me ha hablado un poco
de tu situación, pero me gustaría que me platicaras tú.
—Claro… bueno… he tenido un sueño… una
pesadilla, es la misma desde hace 5 noches.
—Muy bien. ¿Crees que puedas decirme qué pasa
en tu pesadilla? —me preguntó.
—Sí —le contesté, e hice una pausa para mirar al suelo,
concentrarme y saber por dónde empezar. —Estoy en un cuarto negro, oscuro, no puedo
distinguir nada. Una luz que ilumina desde arriba aparece de pronto,
permitiéndome ver a un hombre de pie a unos tres metros de mí. Está sudando y
llorando, sus manos están sobre su vientre y solo me mira a los ojos, agitado.
Parece que hubiera corrido por mucho tiempo y ahora trata de tomar aire.
Empieza a gritarme: “¿Que me pasa?
¡Duele!”. Me pide que lo ayude y yo solo lo observo sin saber qué hacer.
Comienzo a observar su cuerpo, tratando de entender qué le sucede y me doy
cuenta que, de su entrepierna, empieza a salir sangre; es muy roja, contrasta
perfectamente con el fondo negro y la luz blanca que lo ilumina. Al verme, se da
cuenta en el miedo que reflejan mis ojos que hay algo malo en él, así que se
mira a sí mismo y observa lo que está pasando. Dirige su mirada a mí y continua
gritando: “¿Que me pasa? ¡Ayúdame! ¡Haz
algo! ¡Duele!” —Noto que el doctor
me ve intrigante y absorto en mi relato. —Y
eso es todo, los gritos me despiertan —le digo, finalizando.
—De
acuerdo… son demasiados detalles los que recuerdas. No creo que necesites
hipnosis; lo que necesitas es despertar.
—¿Disculpe? —le pregunto consternada.
—¡Despertar! —Me dice, al mismo tiempo que chasquea sus dedos. —Estás
dormida. No me sorprendería si no fueras quien dices ser.
—Estoy despierta, eso es obvio —empezaba
a molestarme.
—¿Puedes decirme a qué hora te despierta tu
pesadilla cada noche? —me pregunta.
—A las dos… —respondo dudosa.
—¿Puedes ver mi reloj de pared y decirme la
hora, por favor?
Volteo
a ver el reloj que queda a mi espalda y, efectivamente, son las dos. El
segundero es la única manecilla que avanza, las otras se quedan quietas
marcando las dos en punto.
El
doctor me enseña su reloj de mano. El segundero avanzando y las otras
estáticas. Dan las dos siempre.
—Estoy casi seguro de que no recuerdas el
paisaje que viste de tu casa a aquí. Solo blanco —me dice, sin dejar de
verme.
Estoy
muy confundida, no sé a qué se refiere, no sé qué hacer ahora. Me quedo
observándolo con unas ganas inmensas de llorar. Tengo la garganta seca y
comienza a dolerme la cabeza.
—Cuando cuente hasta tres, despertarás; sea quien
seas —me
dice, con sus ojos fijos en mí. —Una… dos… tres…
Abro
los ojos. Estoy acostado en mi cama. Humedezco mis labios y no dejo de ver
hacia el techo. Escucho la voz de una mujer pero no logro distinguirla, hasta
que mis oídos y mente se aclaran.
—¿Estás bien? —me pregunta.
Logro
sentarme al borde de la cama, miro hacia la puerta y mi madre me observa.
—Estoy bien… se ha… ido… —le
contesto sonriéndole un poco.
—Bueno, levántate ya, Julia. La comida está
lista —me
dice con amabilidad.
Mi
cabeza gira rápidamente al escuchar aquel nombre, mi madre se da la vuelta y
sale de mi habitación. Una extraña sensación de temor recorre todo mi cuerpo.
Me levanto de la cama, me dirijo caminando rápido al baño y me observo en el
espejo.
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