Los Girasoles


Aún recuerdo que le conté a Jacobo aquella historia que mi mamá me narraba cuando era pequeña.

Decía que, el primer girasol nació una noche hace miles de años. Estaba tan triste al ser la única flor en aquella pradera, que estuvo cabizbaja por muchas horas, hasta que se dio cuenta que el cielo comenzaba a cambiar de color. La oscuridad empezaba a tornarse de un azul precioso al mismo tiempo que una luz amarilla intensa salía del horizonte. Se divisó cómo una llama subía hasta posarse en el cielo, observando a aquella flor solitaria; que había levantado su cabeza al ritmo con el que el sol se acomodaba en aquel inmenso e infinito cielo. Se sentía tan cálida, tan feliz, que soltó miles y miles de semillas por toda la pradera. A los días, comenzaron a nacer más y más flores; hermosos girasoles llenaron aquel bello paisaje en tan solo tres días.  

Desde que asesinaron a mi flor en el piso del dormitorio, mantengo y cuido a un girasol que reposa en un florero encima de la mancha de sangre que dejó su muerte. 

No sé si a lo que tuve ese día lo llamaría “suerte”, porque, hubiera preferido que me mataran.

Todos mis vecinos habían salido de sus casas y se refugiaron en otros lares. Pero yo, como tributo a ella y a mí misma, me quedé ahí plantada; me quedé en mi hogar.


Otra noche termina. Despierto en la cocina a causa de un ruido seco en la habitación. Me levanto de la silla en la que me había quedado dormida y camino lentamente al dormitorio, que está a escasos metros enfrente.

Me quedo en el marco de la puerta, observando que, lo que provocó el ruido, fue la caída del florero que contenía la flor. El agua mojó la sangre seca del suelo y logró que se viera de un rojo brillante… justo como aquel día.

Me pongo en cuclillas, levanto el jarrón y tomo la flor en mis manos. Lo acerco a mi nariz, inhalo y en mi mente se desvelan recuerdos preciosos.

De pronto, escucho algo a mis espaldas, así que me pongo de pie despacio y giro para descubrir a Jacobo, con su uniforme y con un arma apuntándome a la cabeza.

—¿Por qué no te fuiste? —me pregunta, sin dejar de apuntarme con la metralleta.

—Aquí está mi girasol —le contesto, dejando caer una lágrima.

—Ella no volverá —me dice, temblando —No fue mi culpa.

—Lo sé.

Nos quedamos así por unos eternos segundos. Yo, con el cuerpo de mi hija en los brazos y Jacobo con su arma apuntándome.

—Ustedes eran mi jardín —me dice, sollozando, antes de jalar el gatillo y despojarme de mis pétalos…

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